sábado, 30 de abril de 2011

Cecilia

La madre de Cecilia se cansaba de repetirle que la vida no era como para tomársela a la ligera, y tú desperdicias la tuya, hija. Y con parsimoniosa contrariedad, ésta se burlaba de lo anticuada que podía llegar a ser la única mujer por la que se preocupó. Y por la que también dejo a un lado su máscara de belleza ilusoria, cuando lloró sin maquillaje, junto a su cuerpo inerte que enterró sola en un panteón olvidado del rumbo. Cecilia siempre pensó que los panteones eran simplemente un basurero humano donde, como la basura, se encuentra nuestro inevitable final.

A su padre no conoció nunca. Pero conocía de sobra a los hombres como él. Trabajadores mal pagados, inconformes con sus mujeres y sus familias, que buscaban consuelo carnal en las otras mujeres, a las que Cecilia pertenecía. Confidentes de una noche, sobre alguna cama donde se sacrificaban matrimonios, por una parte, e ilusiones por la otra. Y los besos que mataban a veces, libres de celos, de incertidumbres, de compromisos; pero que mataban igual.

Terminó en el oficio porque nunca fue buena en nada. La escuela era aburrida y los compañeros estúpidos, pero asistía por dar gusto a su madre santa, que soñaba con una hija profesionista y bien casada por las leyes del dios del que alguna vez dudó. Así llegó a la preparatoria donde conoció al hombre de su vida al que no amó jamás, pero por el que sacrificó su pequeño futuro, a cambio de un sostén emocional o una compañía. Cecilia le temía a la soledad.

Y como todos los hombres que, en su vida de mala mujer, la abandonaban al amanecer después de poseerla; un buen día despertó sola en el cuarto de vecindad al que se fugó a los diecisiete años. Lo único que halló de él fue la camiseta sudada que le quitó la noche anterior, poco antes de entregar ciegamente su vida y jurar amor por una eternidad efímera.

No regresó a su casa por temor a las represalias de su madre, tan buena, a la que había dejado con el sermón en la boca la noche lluviosa en que tomó la mochila cargada con su pasado y se largó azotando la puerta, creando un estruendo que escucharía el resto de su vida, al recordar que cuando volvió por fin, hecha mujer, fue sólo para saber que su madre había muerto la noche anterior, enferma y muy vieja con la esperanza latente de volver a ver a su única hija, su tesoro, su vida.

Y viajó noche a noche, de arrabal en arrabal, de cama en cama, de un hombre a otro. Y sufrió cada noche con el olor a tabaco y alcohol que emanaba de los cuerpos putrefactos e infelices, a los que complacía pacientemente hasta vomitar a escondidas y tallarse en la ducha hasta arder la piel, como queriendo remover la mancha sangrienta de un presente tatuado en el alma.

Fue como un destello de ironía, o una jugada trapera del destino cuando supo que había sido contagiada de una enfermedad, que se pega cuando la tristeza quiere imitar al amor, que carcome el alma, los huesos y los sueños, para terminar siendo la causa de una muerte fatal.

Era, entonces el fin de su vida. Y así me lo contó en el cuarto de hospital negligente, gastando después el único aliento que le quedaba confesándome que no supo vivir como lo dicta la ley de los hombres. Y sin embargo, murió como ninguno de ellos.
Sus restos descansan en alguno de los basureros difuminados por la cuidad, donde intentan descansar los cuerpos devorados, después de haber cumplido con el deber que la vida nos impone: la muerte.
amc

sábado, 23 de abril de 2011

Redención

Me quedare sentado aquí,
oscuro amigo imaginario,
diseñando el cariño que espero de ti
de tus blancas sienes que galopan con cansancio
donde escondes la más profunda lujuria
que impide que revientes de color?
que me abraces con fuerza,
que invoques y maldigas de todo corazón,
que tus canas quemen, mis dedos y el rincón vago de mi ser
para que cuando despiertes, veas que todo el horror causado
 fue mi más sincero acto de amor

domingo, 17 de abril de 2011

El tedio cotidiano

Con el gesto aun vacilante, miraste de reojo la navaja automática, rumiando la idea de sacar los “ahorros” viscerales y comprar la calma rezagada que al fin te eximiría de compromisos ilusorios, lo que sin poder entender se te antojó como la idea más sensata de lo que vendría siendo ese luminoso día…
Tiresias caminó el trayecto desde el apartamento a la parada del bus pasando entre casas y techos derruidos con una sensación latente de sentirse dentro de una maqueta absurda. Palpando el cambio que tenía en su bolsillo izquierdo se dispuso a fumar un cigarro, como de costumbre, antes de atravesar los montículos de polvo, algo removidos por el vendaval, de lo que se supone deberían ser calles, todavía sin pavimentar de los límites de los suburbios. Había dos perros fornicando bajo un poste de luz donde, hacia una semana, un autobús le había atropellado, montado en bicicleta, con la suerte de salir disparado antes de terminar aplastado como la bici y el día de hoy llegaría a la ciudad tomando el mismo tipo de vehículo que detestaba, el cual pretende acabar de tragarle por completo, sin dejar la posibilidad de tomar otra ruta para cambiar la nefasta rutina del trabajo, sin la oportunidad de estrangular los hábitos.
Rematando la colilla del cigarro llegó a la parada del camión, tratando de mentalizarse para el bizarro ritual de tomar el transporte, donde la gente pronto empezó a apretar (incluso al grado de hacerlo sofocar) hasta que consiguió acomodarse en un pequeño hueco con vista a una ventanilla. El panorama que se conseguía percibir era el de fachadas de edificaciones, tapizadas con propaganda electoral del padre de familia que lapidó a la mujer que abortó, y uno que otro graffiti temerario actuando de manera progresista con la miseria ancestral, -de la cual te sientes identificado, sin embargo no ocasiona ningún sentimiento de cercanía la publicidad política a lo que es tu sombra, cuando recuerdas que quizás nunca procuraste contar con una familia genuina, o por lo mismo, si alguna vez disfrutaste algún acercamiento intimo con un familiar éste se había borrado de la memoria sensorial que nunca intentaste conservar… ya que con el tiempo, los días cada vez más se transforman en años y con esto, te volviste tan viejo que desde muy joven supiste que todos los conocidos alrededor tuyo habían muerto. Una vez más nunca postularían a alguien como tú, pensaste. Ese feto flácido que pareciera ser tu mente lo depositaron en aquel manicomio, que se agita tan rápido consiguiendo aplastarlo contra la incertidumbre. 
Como van transcurriendo las paradas el vehículo se empieza a vaciar dejando vía libre para ocupar algún asiento, a lo que Tiresias toma lugar a lado de un señor, el cual, apaciblemente pasa las hojas de un periódico, con las mismas noticias que departen notas musicales de violencia y guerra a la melodía contemporánea, -lo que concibes interiormente a manera de presagios funestos, mensajes codificados que no dicen nada en sí, fragmentos de oráculos sobrecogedores que el televisor, los medios y la manipulación mediática ha envenenado y viciado...
Llegando al paradero central Tiresias descendió junto con las personas que quedaron, las cuales atravesaron la calle con paso insolente, pero caminando con letargo, con movimiento inconsciente como si fuesen pájaros; gente intangible con ojos llenos de cólera e indiferencia, con atisbos de violencia añeja, cruzando cantidad indefinida de calles y avenidas hasta convertirse en sombras difusas que se pierden en la monotonía del ritmo urbano, alejándose de el.
málchicom