Me habían dicho que los muertos no sufren, que no sienten. Me habían dicho que eras tú, como un demonio justo, que no se tienta el corazón y acaba con todo. Dicen también que eres mujer fatal, que enamora y destruye, que tus ojos reflejan soledad infinita, que tienes una sonrisa tétrica pero reconfortante. Que te los llevaste a todos a no sé dónde, y que jamás los volvieron a ver.
Cuando te conocí, me pareciste particularmente hermosa, con tu vestido tan negro, que parecía que le guardaba luto a la humanidad entera. Y esos ojos de una belleza perdida, entre la oscuridad del universo que reinas, y los escombros de la vida. ¿Lo recuerdas? Te sentaste junto a mí en la banca del parque, y me preguntaste por mi vida. Me invitaste un cigarro y a conversar con una copa de por medio. Recuerdo la música que flotaba en el ambiente, y tu voz tan llena de melancolía cantando para mí. Y la rabia que se me salía por los ojos, incontrolable, como si cargara con toda la tristeza del mundo, y la llorara frente a ti, para ti. Y el humo que nos envolvía, mientras bebías impasible, y me mirabas con esa tranquilidad que sólo se ve en los muertos.
De pronto te fuiste, dejándome a solas con todos esos demonios que revoloteaban sobre mis pensamientos contagiándolos de pesadumbre. Lo que quedó de ti fue la colilla y el vaso medio lleno que me bebí para saber a qué sabes. Salí huyendo, para buscarte, en la iglesia, el parque, el mercado, las cantinas, el cementerio, los hospitales. No estabas, y yo me moría de angustia, ahogado en mi vaso de aguardiente te llame hasta quedarme mudo, sin parpadear para verte, hasta quedarme ciego. Y corrí hasta la banca donde te encontré, y ahí mismo me arranqué el alma como pude. La dejé en el lugar donde estabas sentada.
Si algún día pasas por ahí, sabrás que es tuya y te la puedes llevar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario