viernes, 13 de mayo de 2011

Marchas Fúnebres

Es una calle larga, empinada y empedrada, con casas de fachadas tristes, sombrías, fúnebres. Es fría en primavera, un infierno helado en invierno, un río caudaloso y mortal, que desemboca en el panteón civil de un pueblo sin nombre, sin pasado y con una historia sepultada en el olvido oficial. Es la calle donde un mar de gente camina arrastrando los pies, y sobre ellos una caja de madera barnizada, decorada y bien pulida, flota como un barco a la deriva después de una tormenta arrasadora, sobre los cuatro hombros que lo sostienen a flote, enrojeciendo la piel sensible con el peso de la muerte.

Llevan velos, las damas, que cubren las lágrimas y vestidos negros que enlutan el alma. En la boca la plegaria que consuela, que amaga el dolor y resigna su corazón. Encomendados a dios nuestro señor, siguen su camino por la calle Resurrección, flotando al compás del silbido del viento al chocar con las puertas de madera vieja.

Y flota el navegante hasta doblar la esquina, donde doblan las campanas, anunciando su llegada y despidiéndolo de la vida. Con las vírgenes y los santos por testigos, cobijado por el humo de los cirios, el perfume de las flores y las oraciones. Ataviado con arreglos y coronas, con listones y sermones. Atento a las palabras del hombre de blanco y barbas largas, que pide perdón por él, con la mirada vuelta hacia la cúpula vieja de la iglesia, que ruega por él, por nosotros los pecadores, en la hora de su muerte, amén.

Terminada la última misa que habría de presenciar el cuerpo inerte, sale en su navío sobre nuevos cuatro hombros jóvenes, hacia su destino final, donde reposa la carne que alimenta, los huesos que se despostillan y el polvo que se mezcla con la tierra. Ahora con la custodia que flota en el aire penetrando los oídos, que emana de las campanas metálicas que transforman el aliento en melodía, para despedir a la vida con la última marcha en su honor.

Se intercambian los acompañantes más cercanos, que cargan con el peso del difunto, que comprenden ahora, que pesa más la muerte de uno que la vida de muchos. Y que dios nos acompaña, y que él se lo llevo como nos llevará a todos, hasta que no quede nadie, hasta que muera él también, de soledad; solo, sin marchas fúnebres, sin ojos que le lloren, ni una boca que ruegue por la salvación de su alma corrompida. Y sabrá entonces que vivió engañado por una eternidad que se le esfumó, que él no nos creó, que fue producto de una colectividad aterrorizada. Que, en realidad, nunca existió.

Como tampoco ya existe el náufrago que está llegando a camposanto, con paso inseguro aferrándose a este mundo, como no queriendo irse aunque ya no esté. Llegando ya a tierra firme donde quedará hasta el final de la vida, hasta el final de la muerte, hasta el final del final. Y es bajado cuidadosamente, hasta el fondo de su nuevo hogar, donde será cobijado por un montón de tierra que lo desintegrará, mientras afuera todos lloran desconsolados, habiendo alguien que incluso se arrojó junto con el ataúd al fondo de la tierra, fuera de sí, gritando hasta quedar inconsciente por un golpe de dolor.

Suena de nuevo la marcha fúnebre que ya no escucha debajo de la tierra, que nunca escuchó porque ya no vivía más. Y tampoco se enteró de la procesión, la misa, los cantos, ni nada. No se enteró porque desapareció cuando murió.

amc

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